Te das cuenta de que el invierno ya ha llegado en el
preciso instante en que juntas tu labio superior a la punta de tu nariz,
creando una ridícula mueca en tu rostro, para comprobar el grado de
enfriamiento y ver si es necesario colocar tus manos en forma de mascarilla por
toda la zona de la boca y nariz para calentarte con el aliento en pequeños
soplidos.
Cuando esto sucede por primera vez, diferentes sentimientos y pensamientos encontrados atraviesan tu mente de golpe. Sorpresa, porque de repente el tiempo se ha vuelto loco y la fina rebequita que llevas no es lo suficientemente gruesa para evitar que de un momento a otro te entre el tembleque y que comience un concierto de castañuelas ofertado por tus dientes; enfado, porque jurarías que hace tanto frío que se te acaba de cruzar un pingüino en la esquina que has pasado de la calle; añoranza ya que definitivamente se ha acabado lo de ir en bañador 24 horas al día, no saber la hora e incluso el día porque, ¿para qué, si estamos en verano?, y el buscar de manera desesperada algún truco infalible para que no te diera una insolación; y, después, aceptación con cierto sabor amargo, porque no se puede realizar otra cosa que hacer cambio de armario y dar comienzo la búsqueda anual en cajas cubiertas de polvo de gorros, guantes y jerséis de lana extragigantescos que cuanto más ridículo y feo sea el dibujo, mejor.
Cuando esto sucede por primera vez, diferentes sentimientos y pensamientos encontrados atraviesan tu mente de golpe. Sorpresa, porque de repente el tiempo se ha vuelto loco y la fina rebequita que llevas no es lo suficientemente gruesa para evitar que de un momento a otro te entre el tembleque y que comience un concierto de castañuelas ofertado por tus dientes; enfado, porque jurarías que hace tanto frío que se te acaba de cruzar un pingüino en la esquina que has pasado de la calle; añoranza ya que definitivamente se ha acabado lo de ir en bañador 24 horas al día, no saber la hora e incluso el día porque, ¿para qué, si estamos en verano?, y el buscar de manera desesperada algún truco infalible para que no te diera una insolación; y, después, aceptación con cierto sabor amargo, porque no se puede realizar otra cosa que hacer cambio de armario y dar comienzo la búsqueda anual en cajas cubiertas de polvo de gorros, guantes y jerséis de lana extragigantescos que cuanto más ridículo y feo sea el dibujo, mejor.
Así comienzan esas mañanas en las que sales de casa,
aún siendo de noche y bajo la tenue luz de las farolas, siendo la doble de
michelín, resultado de la eficaz técnica de la cebolla, que consiste en
ponerse capas y capas de prendas; y esas tardes de volver a tu casa, también de
noche (porque ya vas aceptando con resignación que tu vida de vampiro también ha
comenzado con la marcha del buen tiempo); en las que lo único que es capaz de
hacer que muevas tu cuerpo moribundo es la idea del chocolate, té, café o
caldito (sin importar lo que sea en verdad, con tal de que esté caliente...)
que te vas a preparar, nada más abrir la puerta y quitarte las botas con un
eficaz movimiento de patadas al aire propio del mismísimo Jackie Chan.
Pero un día cambia algo. Observas a través
del cristal de la ventana por el que descienden cientos de gotas, ya que no ha
dejado de llover en todo el día, que la luna ha salido a pesar de que las
agujas del reloj marcan las seis y media de la tarde (cuando en verano aun
quedaban horas para el anochecer); y después vuelves a la lectura de ese libro
que has decidido abrir para relajarte y premiarte del día tan largo y aterrador
que has tenido. Estás acompañada de tu mejor aliada en esta estación, la manta
centenaria que decora tu sofá desde que te diste cuenta de que el invierno
había llegado; manteniendo la taza humeante sobre tu boca a la distancia perfecta
de la punta de tu nariz para que no se congele; y sin querer se te escapa una
pequeña sonrisa, que se mantiene durante largo rato dibujada en tu rostro. De
repente, has pensado que no habría otro lugar en el que quisieras estar, porque
no hay nada mejor comparado con el plan “sofá-libro-manta”, típico de estos
días. Y sí, el invierno ha llegado, pero vuelves a sonreír porque hace frío
(que es mejor que el calor asfixiante del verano), porque llevas ese jersey con
el dibujo, tan gracioso y mono que te gusta tanto; y porque... ¿para
qué mentirse?, se está tan relajado y a gusto en este mismo instante.
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