jueves, 6 de febrero de 2014

Una historia de película

Cuando Javier vio que ella cerraba los ojos, lo supo. Carmen se había ido para siempre y, claro, él no podía hacer nada para impedirlo. Antes de que sus párpados cubrieran por toda la eternidad ese brillo que siempre veía en el color marrón de sus ojos, le vinieron de golpe todos los momentos que había vivido con ella como si le hubieran tirado un jarrón de agua fría.


Se conocieron en el vagón de un tren camino a Madrid, Javier había estado unos días en Barcelona porque su padre le había obligado a ir para asegurarse de que la empresa familiar iba viento en popa. Como su padre repetía sin cesar, había sido muy duro volver a construir la empresa con los restos que habían quedado tras la guerra, pero al cabo de los años ahí seguían manteniéndose en flote una fábrica cerca de uno de los puertos del país y otra en la capital.

Javier permanecía con la mirada sumergida en las letras del libro que se había llevado con él en su pequeño, pero agotador, viaje. El tren realizó la primera de las tres paradas programadas y fue ahí cuando ella se subió. No podía decir que nada más subir al tren se fijó en ella porque sería mentira. Por lo que al cabo de unos minutos, Javier todavía seguía metido en la lectura y por casualidad la detuvo para observar el paisaje de la ventana, y fue en ese momento cuando sus ojos se deslizaron en la figura que había en frente de él. Pelo castaño y ojos oscuros, nada que pudiera destacarse en esa joven chica. Pero sin saber por qué algo le hipnotizó, tal vez esa sonrisa que adornaba su rostro moreno o esa mirada astuta que daba la sensación de que sabía algo que nadie sería capaz de descubrir. Podría haberla saludado, comenzado una conversación; pero no, la sola idea de ponerse a hablar con ella hacía que su boca enmudeciera y seguramente empezaría a tartamudear a los tres segundos. Con la intención de volver a las páginas del libro, ocultando su nerviosismo; Carmen amplió aún más su sonrisa y sin decir un simple hola o algo, le preguntó qué libro era ese que conseguía mantener absorto a un joven tan guapo. Javier sintió como se empequeñecía en ese asiento en el que apenas se podía sentar con comodidad, sin saber qué responder a eso. Ella rió divertida ante su reacción y continuó preguntando curiosa si era bueno como parecía y de qué trataba.

Javier sabía que muchos podían tratar de destruir esta afirmación con su escepticismo, pero no podía decir otra cosa que esas horas fueron las mejores de su vida. A pesar de que al principio era ella la que hablaba sin parar, pasando de un tema a otro sin que a Javier le diera tiempo a seguirla; pero poco a poco él se abrió y ambos descubrieron del otro lo necesario para saber que acababan de encontrar a una persona desconocida que se había convertido sin previo aviso en alguien diferente a cualquier otra.

Carmen iba a Madrid, abandonando el pueblo donde había crecido para irse a vivir con su tía, su tío y sus cinco primos. Y allí estaba ella, hablando con un extraño, dejando escapar continuamente su risa floja y de divertirse al conseguir a veces que el joven se sonrojara un poco por ser una chica tan directa. No fue difícil luego mantener el contacto, pues sucedió que Javier era el primo de la dueña de la tienda donde su tía le había conseguido un puesto de dependienta; y ambos se mostraron sorprendidos, aunque alegres, al encontrarse tras varios días de conocerse en el tren.

Aunque, con cada día que pasaba, en el que ambos más se enamoraban, dando largos paseos y perdiéndose por muchas de las calles de Madrid, cada vez más se ahondaba en el pecho de Carmen, dejándola sin respiración, el miedo ante la posibilidad de que el padre de Javier no permitiera esa relación. Una simple dependienta, nacida en un pueblo sin nombre, con el hijo del dueño de una de las más importantes empresas de Madrid y parte de España… Impensable. Por lo que dejaron de verse por un tiempo; pero al poco tiempo volvieron a encontrarse, justificándolo como obra del destino cuando cada uno lo había calculado; y continuaron dando esos paseos por el Retiro o yendo al cine para ver los finales felices de las películas que se estrenaban, creyendo que ellos no lo iban a tener juntos. Hasta que Javier, desesperado al ver que la sonrisa de Carmen se apagaba y que su mirada comenzaba a perder esa chispa; decidió que por el simple hecho de haber nacido en una familia o en otra, eso no debía de conducir su vida. Y así se lo mostró a su padre, que enfadado y anonadado ante lo que estaba sucediendo, rompió en ira y tras soltar varias barbaridades de su boca, despechó a su hijo. Pero eso no importaba, el nudo que se había mantenido enredado en el estómago del joven se deshilachó y sintió como el peso en sus hombros se disipaba. Se casaron sin querer dejar escapar más tiempo y simplemente vivieron.


Javier admitía que había sido una locura, contagiado por Carmen; y no sabía cómo pudieron llegar hasta el momento en el que ella, tendida en la cama con su piel fría y pálida; vivía los últimos segundos de su larga vida. Pero lo hicieron, habían vivido felices como se suponía que hacían los protagonistas de las películas que solían ver. Aunque, como en todo, había un final y ese fue cuando Carmen cerró los ojos y Javier lo supo. Ella se había ido para siempre y, claro, él no podía hacer nada para impedirlo.

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